jueves, 29 de marzo de 2012

EL PUENTE, por Lucía Muñoz





Marta se detuvo en mitad  del viejo puente arrastrando los gastados zapatos negros.  No eran sólo los pies los que le pesaban, era toda la vida misma, la angustia y la desazón,  por el presente y más aún por el futuro incierto. Toda eso unido a una amalgama de terribles pensamientos le impedían respirar con normalidad, ni ver con claridad y mucho menos animarse con como para decirse, “Vamos nena, sigue caminando, esto algo que tienes que hacer aunque te cueste la vida…”.
A Marta le cegaba el sol del atardecer, por eso al retomar la marcha tropezó con el saliente de una de las maderas del desvencijado puente.
―¡Coño, que casi me caigo!- ―se dijo.
Miró hacia abajo, donde transcurría silencioso el río. ¡Cuántas veces de pequeña se había bañado en esas aguas frías y cristalinas! Allí su madre la enseñó a nadar. Entonces era una niña alegre que se reía de todo. Sus padres eran jóvenes y llenos de vida, ahora ya no estaban para protegerla del mundo, de los sin sabores del día a día, de los miedos que le visitaban desde hace siete días en cuanto cerraba los ojos.
No fue una niña de muchos amigos, pero los tenía ahí, es sólo que ella se fue alejando de ellos, a fuerza de ver que se iban emparejando y ella continuaba soltera y ahora sola.  Muy sola.
Entre las manos frías y temblorosas aferraba una urna gris que contenía lo mejor de su vida, lo único bello, hermoso y verdadero, lo único que ella sabía que había sido suyo.
Al fin llegó al lugar indicado. Suspiró hondo, las lágrimas le corrían en arroyuelos por los ojos enrojecidos. Una semana llorando, siete días de dolor y tristeza.
Ahora le tocaba realizar aquello que le habían encomendado a ella exclusivamente. Sus amigas habían querido acompañarla en ese lance tan doloroso, pero se negó.
Y allí estaba en el filo oxidado del puente donde sus padres se encontraron por primera vez, donde se dieron el primer beso, donde se hicieron las fotos de la boda y la trajeron a ella a los pocos días de nacer.
Le parecía estar escuchando la voz atildada de su padre,  “Marta, tu madre solía pasar casi todos los días por este puente para llevar el almuerzo a tu abuelo… Si la hubieses visto, tan guapa, tan joven, tan inocente…La primera vez que nos cruzamos yo iba montado en un burro cargado de cañas de azúcar, que por entonces todos estos campos… Y su padre le señaló los alrededores del puente que ahora eran edificaciones― estaban  cultivados de cañas de azúcar.  Recuerdo que era Abril y tu madre llevaba un vestido de algodón blanco y un  sombrero de paja sobre sus cabellos negros recogidos en dos gruesas trenzas. En el brazo derecho llevaba el cesto con la comida. Ella caminaba despacio, ya sabes que es muy tranquila tu madre, tú has salido a ella en todo, hija… No papá, le replicó entonces Marta, en todo no, yo tengo tus ojos y tu nariz…”
Ahora Marta lloraba desconsolada, tenía los hombros  hundidos y la espalad arqueada.
Con una mano temblorosa levantó  la tapa de la urna.
Al ver las cenizas, le vino a la mente lo que solía decir el cura, “polvo eres y en polvo te convertirás” y así era, y ahí estaba la evidencia de eso. Sus padres ahora eran polvo, un polvo grisáceo y parduzco.
Volvió a llorar.
¿Cómo es posible que muriesen los dos a la vez?, si estaban perfectamente de salud y tranquilamente dormidos, juntos en su cama de matrimonio, y ella al lado en su dormitorio con la luz encendida… Nada presagiaba el fatal desenlace, ni un aullido de perro, ni un grito de lechuza,  ni un rayo de tormenta, nada, todo estaba en silencio, tranquilo, el mundo dormía sus horas de sueño y sus padres se morían plácidamente, cogidos de la mano y muy unidos, como siempre durmieron durante sus cincuenta y dos  años de matrimonio.
            Los encontró  fríos a las siete de la mañana que se extrañó de no oírlos trajinar en el cuarto de baño y en la cocina. A ambos les había dado un infarto mortal. Algo insólito que se supiese nunca jamás de los jamases  había ocurrido por lo menos en España.
            Antes de arrojar las cenizas al río, suspiró entre sollozos, si ahora mismo el agua del río le devolviese su reflejo se asombraría y asustaría de verse la cara descompuesta, pálida y macilenta, ojos inflamados, nariz enrojecida y labios cuarteados de resecos.
           "Ojalá me hubieseis dado un hermano o hermana, ahora me acompañaría en el dolor y ambos nos daríamos ánimos para hacer esto" y con el rostro sombrío y lloroso, arrojó el contenido de la urna.
            Se quedó largo rato mirando como las cenizas que ahora era un polvillo gris caía al río que discurría entre piedras y carrizos, de pronto dos pajarillos de agua, grises con crestas negras,  ascendieron entre la nubecilla haciendo círculos en el aire hasta llegar a la altura de Marta que, muy sorprendida y estremecida, vio como ambos se posaban en la baranda oxidada del puente, la miraron unos instantes, después canturrearon alegres, se hicieron arrumacos y acto seguido Marta, llena de serenidad y ternura, vio como la pareja de pajarillos echaron a volar para perderse entre unos eucaliptos encendidos en el rojizo del atardecer.

LUCIA MUÑOZ.

"ENTRE FOGONES" de Ildefonso Gómez Sánchez


Entre fogones
No sé por qué, pero esta hoja en blanco me ha recordado esas cacerolas de porcelana roja y fondo azul, que un día cualquiera de mi infancia traían de cabeza a mi madre. La imagino con la cabeza en blanco, sin saber que preparar para comer. A ella no le gustaba mucho meterse entre fogones y menos quebrarse la cabeza pensando en que iba a prepararnos. Me la imagino murmurando. “Veamos en la despensa… no tengo mucho tiempo para guisar. Es que una siempre va de cabeza y una está sola para todo." "Un arroz a la cubana y unos huevos con salchichas. No, no, hace unos días ya lo preparé, luego me refunfuñan y me dan las tantas con la mesa puesta con la lata de la comida. Un puré de patatas con unos filetes rusos... como que no, que luego me veo fracasada para la cena. Un arroz con verduras. Bueno un arroz, ya está,  un arroz con verduras. Bueno, veamos que hay en la nevera. Estos tomates, un par de pimientos verdes, esta mitad de pimiento rojo,  unas zanahorias, esta media cebolla, y unas judías verdes…”
Todo sobre el poyete de la cocina, junto al fregadero. Mondaba, partía en trozos grandes y lavaba con escrupuloso cuidado. Durante un rato dejaba escurrir las verduras para que perdieran el exceso de agua. Mientras pelaba un par de ajos y los troceaba. El aceite ya iba calentándose en la cacerola a la espera de que los ajos hicieran su entrada en escena. Se comenzaba a gestar un sofrito: los ajos ya casi dorados ,luego  una cebolla troceada tan blanca como esta hoja, que va perdiendo protagonismo poco a poco gracias a las habilidades de la improvisación culinaria que aprendí de mi madre. Un sofrito a fuego lento, éste era el secreto para que el plato fuera un éxito.
 Un sofrito tranquilo sin mucho movimiento se iniciaba entre esos fogones de cobre, relucientes como un sol, en esa cocina blanca de butano. Mientras ella troceaba las zanahorias en brunoise, pacientemente la cebolla se pochaba hasta quedar translúcida. La zanahoria siempre la agregaba después de la cebolla, cuando estaba bien pochada. Luego quitaba las hebras de las vainas de las judías y las troceaba sobre la cacerola.  Un meneo y los pimientos guardando turno en una fuente, para ser cortados al estilo “paisana”, bien fino. El pimiento siempre era el tormento de mi hermana pequeña, si mamá no lo hiciese así, el pimiento no lo hubiera comido nunca. Los tomates maduros eran pelados y luego rayados. Unas hojas de laurel eran añadidas a la cacerola, después del tomate. Revolcón con la cuchara de madera y tapadera. Un hervor de unos minutos, hasta que el tomate tomara ese color medio anaranjado, entonces añadía el arroz; luego añadía unas hebras de azafrán y un par de clavos de olor. Otro par de meneos y echaba el agua caliente a ojo. Mamá, como yo, cocina con la intuición del “ojímetro”. En quince minutos de cocción, que era tiempo que necesitaba el arroz, mamá iba quitando del medio los cuatro cacharros que había utilizado para preparar la comida.
El arroz ya estaba listo. Ya había reposado el tiempo necesario.
Siempre, todos los días, cuando papá abría la puerta al volver del trabajo y entraba, la misma frase. “La comida ya está. Vamos a la mesa. Niños, las manos… y a la mesa. Papá ya está aquí”.  Ese día estoy seguro que dijo: “El arroz se pasa. Vamos, a lavarse las manos y a comer. El arroz pasado no está bueno. Venga vamos a la mesa.” Todo un ritual.
A menudo lo pienso, probablemente, la culpa la tiene Santa Teresa de Ávila, guisar y escribir es casi un mismo oficio... entre fogones y peroles. Un poco de aquí, otro de allí. Habilidad y cariño, y también haber observado el predicamento de la abuela, eso rea fundamental. Un poco de sal de la vida, nostalgias, recuerdos… Son los ingredientes, que vamos añadiendo a la hoja en blanco, cacerola roja de fondo azul del que quiere contar algo a partir de las sombra que va dejando el tiempo en la memoria.

13/04/2011
Escrito para leer, escuchar y charlar.
Tema: Entre fogones